Antes de que existieran los humanos, ya existía el juego. Antes de que inventáramos fronteras entre corazones, ya jugábamos. Jugar es resistir.
El juego fue nuestro primer refugio, el primer espacio seguro sin arquitectos, piedras ni maderas. Invisible pero real. Cotidiano. Necesario. El juego resistirá incluso después de nosotros.
En el juego, los niños encuentran aquello que el mundo muchas veces les niega: un territorio donde son soberanos de sus sueños, de sus invenciones, incluso de sus miedos. Un lugar donde pueden gritar sin censura, llorar sin juicio, dejarse caer sin romperse.
Los psicólogos lo llaman “espacio seguro”. Los niños lo saben desde siempre: jugando, las heridas duelen menos y los monstruos bajo la cama pueden convertirse en aliados de aventuras.
Jugar no es un premio, ni un adorno. Es un derecho, una estrategia de supervivencia, una pedagogía del alma. En hospitales, campos de refugiados, orfanatos… siempre hay niños jugando. No es inconsciencia. Es sabiduría antigua. Es esperanza encarnada. Jugar es seguir diciendo: “¡Aquí estamos!”
Como educadores, como adultos, como humanos… quizás nuestra tarea más urgente sea recordar que jugar no es perder el tiempo: es recuperar el sentido.
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